(Editorial del día 7 de julio de 2015 acerca de monocultivos)
Vamos
a levantar un guante que nos arrojaron en Primer Movimiento, pues nos
pidieron que comentáramos de las consecuencias ambientales y
sociales de los monocultivos.
Los
monocultivos son una práctica agrícola que implica cultivar la
misma especie en un terreno durante años, sin rotar o combinar con
otras especies. Como ejemplo podemos mencionar el cultivo de trigo,
soya o las plantaciones de caña de azúcar o de palma de aceite.
Aunque
económicamente los monocultivos parecen ser sistemas eficientes,
pues permiten la especialización de la maquinaria y de los procesos
agrícolas aumentando la productividad, también tienen numerosas
desventajas ambientales y sociales que queremos enumerar.
Por
ejemplo, el agotamiento de los nutrientes del suelo debido al cultivo
intensivo de una sola especie, obliga a emplear grandes cantidades de
fertilizantes, en especial fosfatos y nitratos, los cuales al
deslavarse están llegando a los océanos, incrementando la
reproducción de las algas y originando las llamadas ‘zonas
muertas’, regiones del mar y los océanos en las cuales el exceso
de materia orgánica y su descomposición ocasionan la disminución
del oxígeno presente en aguas profundas, fenómeno que se conoce
como anoxia, el cual elimina o reduce drásticamente las poblaciones
de otras especies de plantas y animales acuáticos.
Se
calcula que actualmente nuestras sociedades están fijando más
Nitrógeno y Fósforo para actividades agrícolas e industriales que
todos los procesos naturales del planeta juntos, la modificación de
los ciclos biogeoquímicos de ambos elementos es de tal magnitud que
el Dr. Johan Rockström,
junto
con los 29 autores del artículo los Límites
del Planeta
–del que hemos platicado en este espacio-, calculan que la
actividad humana ya rebasó, por mucho, la capacidad del Sistema
Terrestre para absorber e incorporar estos elementos en los procesos
naturales, de manera que estos son dos de los límites planetarios
que se encuentra en números rojos.
El
uso de fertilizantes comerciales, además, tampoco es sostenible en
el tiempo ni sustentable en términos ecológicos debido a que su
producción requiere altos consumos de combustibles fósiles,
especialmente de gas natural, lo que ata la producción agrícola
industrial al empleo de los combustibles cuya quema es la principal
causa del calentamiento global.
Por
otra parte, los monocultivos incrementan la vulnerabilidad de la
agricultura ante diversas plagas, obligando al uso de pesticidas. Los
resultados del uso intensivo de plaguicidas incluyen la pérdida de
la biodiversidad y la eliminación de especies clave, sobre todo de
polinizadores; tiene efectos adversos en la salud de los de los
trabajadores agrícolas y de quienes consumimos los productos;
contamina el agua y los suelos; además de producir resistencias en
las plagas, lo que a su vez obliga a incrementar las dosis y/o la
agresividad de los plaguicidas.
El
uso de plaguicidas se asocia a la contaminación de acuíferos y
suelos por metales pesados, además puede eliminar la microbiota de
habita en el suelo, es decir, los hongos, bacterias y protozoarios
que permiten oxigenar los terrenos y reciclar sus nutrientes.
Por
otra parte, la introducción masiva de monocultivos, que tuvo su
primer momento de auge entre las décadas de los años 40 y 60 del
siglo veinte, desplazó una gran cantidad de variedades y especies
nativas de plantas comestibles.
La
FAO en un estudio publicado en 1998 sobre biodiversidad en la
alimentación y la agricultura, estimó que durante el siglo pasado
se había perdido aproximadamente 75 por ciento de la diversidad
genética de especies vegetales y animales domesticadas a nivel
mundial, lo cual es muy peligroso pues pone en riesgo nuestro
suministro de alimentos ante plagas, enfermedades y frente al cambio
climático.
Por
ejemplo, durante la década de 1970, la falta de diversidad genética
en las variedades del maíz cultivado en los Estados Unidos ocasionó
la pérdida de más de mil millones de dólares debido a la falta de
resistencia al tizón, una plaga que ataca las hojas de la planta.
Además, el uso intensivo de agua ha ocasionado que entre 70 a 80 por
ciento del agua dulce que usa la humanidad se destine a irrigar
campos de cultivo. La irrigación intensiva también ocasiona la
salinización de los suelos, lo que a la larga disminuye o impide la
producción de más alimentos y obliga a abrir la frontera agrícola,
es decir, a tumbar bosques y selvas para introducir más cultivos.
Se
ha buscado solucionar algunos de estos problemas a partir del
mejoramiento de variedades y la introducción de variedades de
cultivo genéticamente modificadas, lo que pareciera una solución
del tipo “abrir un hoyo para tapar otro”, pues muchas plantas no
tienen barreras y se cruzan con las genéticamente modificadas, se
han observado efectos nocivos en insectos no-blanco, es decir,
insectos que no son plagas y para los cuales no estaba destinado el
bioinsecticida, como abejas, abejorros o mariposas, y puede ser un
factor de riesgo para las variedades silvestres, como en nuestro
país, que es centro de origen y distribución del maíz.
Además
los cultivos genéticamente modificados solamente enfrentan las
plagas, pero no necesariamente disminuyen el otro cúmulo de
problemas ambientales de los que estuvimos hablando, pues en el fondo
su existencia obedece más a la lógica de consumo y de valorización
de los alimentos como commodities,
es decir, productos que juegan en el mercado de valores,
independientemente de si sirven para alimentar a la población
mundial o no o de las consecuencias ambientales de producirlos.
Pareciera que repetimos los errores de hace medio siglo.
Así
las cosas, especialistas en diversas ramas de las ciencias naturales
y sociales voltean a estudiar los agroecosistemas tradicionales como
la milpa, que combinaba maíz, frijol, calabaza, quelites y chile,
fomentando la biodiversidad y el intercambio cultural, como
alternativa ante el reto de alimentar a 7 mil millones de seres
humanos sin acabarnos al planeta.
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